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Del mito a lo real

Cada cierto tiempo se eligía a los dioses que se disputarían los siguientes eones—confesaba entre frases inconexas, como con miedo, pero diciendo la verdad—. Puede que parezca místico, mágico, pero no había nada más vacío que elevar a un dios a los cielos. Bastaba una historia para que los juglares hicieran el resto. Era su trabajo. Ellos, profetas legítimos, con sus poemas y sus danzas, durante la media noche, cuando el miedo y el frío apretaban a los espectadores alrededor del fuego, cantaban a los dioses súplicas de protección y abastecimiento. Era su forma de perpetuar las historias en mito. Y así, sin más, cuando ya nadie recordase el origen de los rituales, se habría creado un dios en el imaginario colectivo.
De la nada.
Dioses, ángeles, demonios, estrellas de televisión, periodistas o columnistas. Qué mas daba. Se estiró en la hamaca mientras se tostaba al sol.  Aquello era el paraíso—seguía imaginando el mundo de los dioses—. Lo mediático era un fenómeno macrosocial que asustaba a cualquiera que no estuviese dispuesto a creerse su propio dios. ¿Cómo si no se explicaba la inconsciencia de aquellos que habían sido bendecidos con el estrellato en Internet? No necesitabas ser el más inteligente, el más guapo, el más creativo o el más algo; sólo estar dispuesto a ser vanagloriado o criticado por la masa pública. Era una época en la que los libros más vendidos pertenecían a este círculo selecto de dioses que, ni a imagen ni a semejanza de su pueblo, habían sido elegidos como mito viviente. Ya no eran necesarios juglares, sino gente dispuesta a formar parte del circo.

Porque Dios no ha muerto, sólo se ha transformado y multiplicado. Y al demonio ya nada le importa mientras le den Like y se suscriban a su canal.

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