Ya no veranea en las playas del oeste de Almería pero siempre recuerda sus viajes. Cada verano, poco antes de coger el coche e iniciar el trayecto, iba a comprar el suficiente tabaco para dos semanas de vida salvaje, porque nunca se sabía; hay lugares siniestros en los que encontrar cigarillos era como perderse en pleno desierto y desarrollar alucinaciones de un inexistente oásis de agua; y no era de buen gusto acabar muerto por inanición en alguna plaza de Mujácar, Garrucha o Carboneras alucinando con que alguna moza le colocase entre los labios un ficticio cigarro que encendiera con un ficticio mechero y que concluyese con un boca a boca que asegurase que el muerto sobreviviese su estancia almeriense sin que el sediento encontrase (aún) su nicotina.
Así que entró en el estanco de su barrio, aquel en el que la estanquera siempre le ponía ojitos y le sonreía, y que no entendía por qué; además, él se tomaba muy en serio los avisos de las cajetillas, que "amar mata", que eso también, como el tábaco, e ignoraba ese momento incómodo para salir de allí indemne. Sólo después iniciaría su largo trayecto con varios cartones de reserva no sin previamente esquivar a la estanquera con éxito; una vez más.
Después de dos horas de viaje se cruzó con los molinos de viento del Quijote. Aquellos ventiladores gigantescos para producir energía le evocarían dudas existenciales. Había un filósofo que distinguía entre el input de nuestros sentidos y nuestro conocimiento sobre mundo, ambas ideas separadas. Sabía que el ojo humano tiene su propia frecuencia, y que si lo que veía superase cierta frecuencia estaría reproduciendo una película con frames perdidos. La vida era eso y aquel filósofo estaba equivocado, lo creía ferozmente, y las aspas de aquellos molinos girarían a la velocidad de su realidad, con o sin frames perdidos, [...], y como ya estaba pensando demasiado, sacó otro cigarro para hacerse compañía y así reconquistar el estado de ánimo en el que todo le volvía a importar una mierda.
Encendió la radio, recorrió todo el espectro AM/FM y sólo había ruido.
Off.
Cada minuto estaba más cerca de las montañas, más cerca del inalcanzable horizonte, y también más lejos del mundo quijotesco. Entre un pensamiento y otro se percató de que ahora estaba rodeado de campos de plástico. Era como estar en una ciudad postapocaliptica en la que (seguramente) habría nombres de calle para no perderse allá recolectando vaya usted a saber qué. Su teoría era que en alguna calle del mar de plástico se cultivaría marihuana a escala industrial, porque quién iba a patrullar aquello y cuántos policías se necesitaría para tal tarea. Ni que existiese tal acto delictivo que mereciera la furia de ser perseguido por todos los polícias de Almería.
Dejó atrás el paisaje blanco. Volvió a probar la radio. Nada. Y llegaron las montañas, áridas como el infierno, con nada que imaginar allí, pero un lugar perfecto para el rodaje de películas de cowboys. ¿Dónde iría Clint Eastwood cuando el director gritase -¡corten!- ? Le intrigaba lo justo porque lo lógico sería que fuese a la misma tasca de mala muerte en la que acababa de rodar, esperando encontrarse a las mismas camareras de enormes pechos sirviendo algún veneno destilado por el traficante del poblado que a su vez estaría siendo perseguido por el Sheriff. Todos ellos ahora despersonificados, en la tasca, aburridos y escupiendo en el mismo recipiente dónde lo hicieron poco antes, sólo por matar la noche.
La carretera empezó a zigzaguear entre las montañas hasta pasar por la Playa de los Muertos, que es una playa de visitar una vez en la vida y nunca más. No todos están hechos para subir y bajar una montaña para después ser engullidos por la violenta marea y acabar muertos como en aquellas historietas de piratas que se contaban del lugar. Si hay un tesoro escóndido en algún sitio del mundo, seguro que estaría en la remota Playa de los Muertos, con sus monedas, diamantes y joyas de oro enterrados justo a tres metros. Aquella zona era un lugar ideal para echar el ancla y no ser visto por los Colón(es) de la época mientras los piratas bajaran inadvertidos del barco su inversión; pero que después de perder parte de la tripulación ahogada en la orilla se encontrasen perplejos ante la grotesca montaña creciendo ante sus ojos y decidiesen que es mejor vivir siendo pobre que tener que llevar a cuestas un baúl relleno de metales. Después de todo, somos como somos, incluso los piratas.
Antes de llegar al apartamento se detuvo en alguna cala, que hay miles, por cierto. Dispuso la toalla e intentó clavar la sombrilla diéndose casi por vencido, porque debajo de la fina arena hay un terreno rocoso y Almería es así. Recordó que no le gustaban las calas porque se amotina la gente como si estuvieran en un barco perdido en alta mar y hubiese obligación de permanecer enjaulados a 20 centímetros uno del otro. Por eso comprendía a los atrevidos escaladores que iban más alla de los límites de la cala siguiendo esos diminutos caminos de altas rocas que presagiaban una trágica caída y al que pareciera necesario llevar todo el kit playero: sombrillas, bolsas, neveras, chanclas, novias e incluso niños. Tras desaparecer nunca regresaban, qué habría más allá de allí es todo un misterio. Es probable que hubiese una cueva con miles de esqueletos de nuestros antepasados, y que del miedo se les agarrotase el atrevimiento, quedándose, ya de paso, a vivir en la cueva el tiempo que diese la nevera de sí. Alternativamente pensó que, quizá, habría una tribu como los sentineleses generada por la demanda de aventureros y que se comerían a sí mismos o a los nuevos que llegasen. Porque formas de morir hay mil.
Inesperadamente se levantó el viento y su sombrilla echó a volar, también su ya finiquitada lata de cerveza. No había que sentirse culpable cuando varios paragüas vuelan al unísono por la misma ráfaga de viento. Y menos cuando una mujer en topless, y muy guapa, capturaba la sombrilla y se la acercaba con triunfo. Otra joven (también en topless) salió corriendo a por la lata de cerveza. La primera le sonrió y casi le dio las gracias por tener que esprintar y regresarle lo suyo, la segunda le contó algo relacionado con el reciclaje, que si quería la podía tirar ella a la basura, que ya tenía una bolsa para ello. Pensó en los tiempos tan interesantes en los que le había tocado vivir, que hay pensamientos que era mejor no exteriorizar, por aquello del reciclaje y tal, que se puede estar en el Edén sin rechistar, y que ya que estaba, encendería un último cigarro antes de partir.