Las primeras gotas del día empezaron a caer; toda la semana esperando tanto, tanto, tanto, que hasta olvidó el paraguas. Se enderezó la capucha y aceleró el paso. Minutos después su melena estaba completamente empapada, el rimel corrido hacia atrás y su ropa, de un día cualquiera de entresemana, mimetizada con todo su cuerpo. Estaba aún lejos de casa pero se detuvo a observar los rosales y las diminutas gotitas que las adornaban y que caían lentamente hacia su tallo. Las prisas por no-llegar se habían tornado en prisas por buscar dentro del bolso su cámara reflex y perpetuar aquel instante para siempre. Se bajó la capucha, se sacudió el pelo, limpió el objetivo con su regazo, redujo la apertura y configuró el color para días nublados. Tenía mucho frío y le temblaba el pulso—que ni tan mal—. Mantuvo la respiración, estabilizó la cámara y pulsó el disparador una y otra vez.
Quince minutos más tarde aparecieron los truenos; cortó un par de rosas y echó a correr. Los perros del vecindario empezaron a ladrar como siempre hacen, con un aislado ladrido que acababa en una escándalosa cascada de ruido vecinal. Y ahora huía hacia adelante como el ladrón que ostenta un diamante y ha sido delatado, esquivando charcos y ríos, saltando de izquierda a derecha o de derecha a izquierda si el siguiente paso le era imposible. Dieron las siete de la tarde y, como si la costumbre tuviera reloj, se encendieron mágicamente todas las farolas antes del anochecer. Otra vez se detuvo: aquel reflejo sobre el suelo, aquellas casas con sus tejados triangulares de tejas canela, aquel manantial cayendo con estrépito sobre patios de baldosas ocres colándose entre juntas y buscando la pendiente para acabar siendo drenado...
—En un momento casi perfecto—. Sacó una de las rosas y la dejó reposar entre todos aquellos infinitos detalles estrellados y aplanados al unísono en una misma fotografía—¡Ay!—. Clic.
Cinco minutos después su corazón se agitó por la cercanía del sónido de los truenos y, ahora si que sí, no había más tiempo para detenerse sin riesgos de ser alcanzada por una descarga eléctrica y no poder ver las fotografías de un día muy extenuante pero productivo.
Al fin llegó a casa, sacó las llaves, entró, le devolvió el saludo cordial a su gata y se desnudó dejando toda la ropa en la entrada. Mientras preparaba un afrodisiaco baño, sacó un paño seco con el que eliminó toda la humedad de la cámara y fue entonces cuando levantó la mirada y se miró al espejo. Si normalmente era un 7'5, con el pelo mojado era un 9. Y con el rimel dibujando surcos como atrapados en velocidad era definitivamente un 10. Agarró la toalla y se la llevó a la altura del hombro lo justo para cubrirse parcialmente y realizar la última fotografía del día.
—Sonríe— Clic.
Estuvo una hora sumergida en sales color océano, derrotada pero expectante, con la gata manteniendo su siempre distancia de seguridad al agua y la pobrinha esperando, esperando y esperando. Y así se mantuvo: esperando; hasta las nueve de la noche cuando ella se enrolló en la toalla y, con los pies aún mojados, se desplazó hasta la cocina dejando un camino de huellas por todo el hogar que amplificaba el desastre que mañana tocaría limpiar—pero no hoy—.
Preparó café y, como la fuerte atracción entre los dos polos de un imán, cayó en el sofá, abrió el portatil, enchufó la cámara, descargó las fotos, dió el primer sorbo al café—c'est la vie—y finalmente suspiró. La gata saltó sobre ella y devolvió la taza a la mesita. Escogió una playlist para el momento y abrió su preciado tesoro.
Pasó las fotos una a una, observándolas con delicadeza y estudiando como podría mejorarlas la siguiente vez porque sabía que no todos los días llueve ni todas las estaciones son como el final de invierno. La gata se tumbó sobre el teclado y ella se alegró. Aquellos pequeños detalles son los que le demuestran que no necesita mucho más para sentirse acompañada. Además, mañana daban lluvía otra vez.