Estoy escribiendo desde la cama, boca abajo y con una doble vela moldeada como una medialuna sonriente, también sobre la cama. Desconocía que tenía algo así en casa. Pienso en una palabra: centellean, como las estrellas, sólo que es la llama la que lo hace.
Algo ha ocurrido hoy, todavía no sé el qué, pero esta noche, al subirme a la azotea, está toda la ciudad en silencio. No se asoma una mísera luz de vida. Serían las 12 del mediodía cuando se produjo el apagón total: sin electricidad, y por qué no, sin conectividad móvil. Por unos segundos regresó la cobertura y puede leer en los titulares “Apagón en España, Portugal y Francia”. E, inmediatamente, regresó la oscuridad. Entonces decidí que viviría la experiencia a oscuras, no queriendo saber qué estaba pasando en el mundo. Será mejor así, pensé.
Las primeras horas fueron de espera. Aproveché para realizar aquellas eternas tareas pospuestas cubiertas de polvo; y, al acabarlas, más silencio. Así que saqué los pinceles, hice un par de dibujos y otra vez silencio. Comenzó una tarde de misterio, de ocurrir muchas cosas, pero omisibles en este texto, y con un poema ocurriendo a primera hora de la noche, noche, por cierto, siendo la más oscura que he vivido nunca y siempre en ciudad. Cualquier ciudad es igual a otra en estas extrañas condiciones. Las únicas luces que emergían en kilómetros, lo hacían para morir: velas, lámparas con baterías y móviles; todas ellas diluidas en su entorno como si hubiera una espesa niebla que cubriera la vida en negro.
Seguía sin saber qué habia ocurrido. Hace unas semanas, los europeos fueron prevenidos de tener un kit de 72 horas de emergencia y ¡bah! Al no querer saber, solo pude imaginarlo: un atentado, una tormenta solar o un accidente sin más. Tampoco me importó y dejé de imaginar.
Nunca he escrito un diario. Esto es lo más cercano que estaré nunca. Pero hoy es un día histórico, ¿no? Debe serlo, creo, sin embargo, que sin electricidad no puedo leer las noticias para confirmar que lo ha sido. Y es muy irónico.
Me quedo embobado mirando las velas, salgo a la calle y miro al cielo. Las estrellas están radiantes, aunque esperaba un cielo antártico con todas las estrellas de la galaxias, ahí, existiendo para mí. Pero sólo estaban las de siempre, quizá alguna más, más brillantes que su noche promedio; y centelleando, como las velas. El apagón es visual y sonoro. No hay música de fondo, ni calle, ni bullicio, ni nada. Nada. Es como si el mundo hubiera desaparecido.
Ahora, en la cama, cada suspiro que doy amenaza el fuego de la vela, pero ella baila y regresa; casi como exigiéndolo. Se escribirá mucho sobre este 28 de Abril de 2025, que si móviles y redes sociales, que si vivimos siendo unos adictos hiperconectados, pero ninguno será nuestro yo escrito, salvo que sea uno quien lo constate. Y yo lo estoy haciendo bajo velas, improvisando este accidente, como el de hoy, bajo la oscuridad total.
Hay silencio de ausencia de ruido–sobre todo de ruido eléctrico–. Me siento como el pre-adolescente que fue a acampadas, en mitad de la montaña, con maullidos de lobos de fondo, grillos y reuniones nocturnas en torno a una enorme hoguera en la que la multitud decidía que había que rezar un Rosario, ¡ay, Dios!, allá, como una tribu de cavernícolas danzando sus rituales sobre el crepitar del fuego. Pero no, hoy solo estoy yo, con esta medialuna hecha vela, mi ateísmo y yo escribiendo, yo rezando a mi yo del mañana, siendo mi propio dios, sabiendo que toda esta situación se irá mañana junto a la llama que hoy me alumbra.
Miro el móvil y son las 23:08. Las once más reales que recuerdo. Observo la velas y pienso en el misticismo que evocan, y que solo puede ser mejorado con una ouija; seguro, y terminar de enloquecer este espectacular sin sentido. Pero dudo que pueda recuperar mi creencia por los espíritus, almas y dioses. Hoy abrazo los hechos y las velas, que suben la temperatura, y nos sentimos, ambos, como en una profunda noche de verano. Mira, hasta los perros están callados; le susurro.
No hace ni 12 horas del apagón. Es tarde, soplo las velas, mi acompañante, y apago el día. Hoy nada tuvo sentido pero se sintió más real que nunca.
Buenas noches.
Regresará la monotonía
con el renacer de relojes sin horas
detenidos en arcaicas pausas,
como de otro tiempo,
hoy desvelos de sol de un día.
Noche diurna toca a mi puerta
y cerca amanece;
senderos oscuros al natural
que tientan mis harapos
con el celo latiente de tu corazón
que se abre entre tus muslos:
y me empujas y flotas sobre mí;
y la luna se filtra dentro de tus caderas.
Y me sigues, y te sigo,
y me seduces con la caída
de tus montañas,
terremotos, velas,
de tus montañas,
terremotos, velas,
y parpadeos con mordiscos de calidez;
y empiezo a llover y te acelero,
y me detienes y repetimos la poesía.
El mundo sigue, ahí,
a oscuras, donde me arrastras,
y señalas un parque,
e insinúas sus arbustos,
y también allí.
Lejos el interior de nuestras ropas.
Y vuelan arañazos color gris oscuro.
Y seguimos.
–¿Dónde estamos? –preguntas.
–Mmmm.
Farolas sin vida
y flores que no entienden.
Postres de helado
y me detienes y repetimos la poesía.
El mundo sigue, ahí,
a oscuras, donde me arrastras,
y señalas un parque,
e insinúas sus arbustos,
y también allí.
Lejos el interior de nuestras ropas.
Y vuelan arañazos color gris oscuro.
Y seguimos.
–¿Dónde estamos? –preguntas.
–Mmmm.
Farolas sin vida
y flores que no entienden.
Postres de helado
derritiendo su sentido,
su calor, el nuestro,
su calor, el nuestro,
donde nos quemamos;
me enciendes el cigarro,
me lo robas y te lo fumas.
Gateas, te derramas,
te esparces y expandes.
Entonces me exiges que traiga
aquellas estalactitas, tuyas, dices,
derretiéndose como un cucurucho:
gruta que cae en picado
y salto para evitar hacia abajos
que son hacia arribas
de ríos y caminos
me enciendes el cigarro,
me lo robas y te lo fumas.
Gateas, te derramas,
te esparces y expandes.
Entonces me exiges que traiga
aquellas estalactitas, tuyas, dices,
derretiéndose como un cucurucho:
gruta que cae en picado
y salto para evitar hacia abajos
que son hacia arribas
de ríos y caminos
aún no explorados.
Y salgo de la cueva.
Tu centro sobre mi boca,
tus muslos levitando mis mejillas,
tus pechos sobre mi tripa;
y giramos sin girar.
Huelo el incendio de tu piel.
Bailas sobre mi oscuridad
y yo sobre la tuya.
Gotas sobre estalactitas, o flores,
de lluvia celeste,
o blanca, o negra, qué sabemos,
de colores hoy sin luz.
Te mueves y mueves la dama
–¿Jaque de qué?
–Estabamos jugando al ajedrez–me dices
Supongo que sí.
Me muevo y muevo el rey,
deshaciéndote y desandándote.
Y volvemos a empezar.
Te sirvo café helado
en posos rosados,
tostados,
de hombros sedosos
Y salgo de la cueva.
Tu centro sobre mi boca,
tus muslos levitando mis mejillas,
tus pechos sobre mi tripa;
y giramos sin girar.
Huelo el incendio de tu piel.
Bailas sobre mi oscuridad
y yo sobre la tuya.
Gotas sobre estalactitas, o flores,
de lluvia celeste,
o blanca, o negra, qué sabemos,
de colores hoy sin luz.
Te mueves y mueves la dama
–¿Jaque de qué?
–Estabamos jugando al ajedrez–me dices
Supongo que sí.
Me muevo y muevo el rey,
deshaciéndote y desandándote.
Y volvemos a empezar.
Te sirvo café helado
en posos rosados,
tostados,
de hombros sedosos
que me bebo.
Y me vengo. Fanfarroneas.
Venganza. Y Regresas.
¿Fumas? Repites otra vez.
–¿Qué hacen estas espinas de cactus sobre mis labios?
–¿Qué labios?
–El que tú prefieras.
Y regresa la luz
iluminando todo el desastre
que mañana tocará limpiar.
–Ah, ¿tienes sal?
–Sí…
–Y lo siento, pero no tengo máquina de escribir, no vivimos en el siglo XIX.
Y me vengo. Fanfarroneas.
Venganza. Y Regresas.
¿Fumas? Repites otra vez.
–¿Qué hacen estas espinas de cactus sobre mis labios?
–¿Qué labios?
–El que tú prefieras.
Y regresa la luz
iluminando todo el desastre
que mañana tocará limpiar.
–Ah, ¿tienes sal?
–Sí…
–Y lo siento, pero no tengo máquina de escribir, no vivimos en el siglo XIX.