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La Seducción

El placer era ella: ausente, sola, perdida o encontrada; sin sujetador y apenas cubierta por un peto vaquero corto dispuesto a ensuciarse con su deseo. Sí, el placer era ella; arqueada, semidesnuda, entregada a sus trazos y deslizando las cerdas del pincel sobre una superficie blanca, sin historia, pero con destino y color. El placer era suyo y por la firmeza de transformar un lienzo, virgen y expuesto, en la erotización de palabras que desfilarían sobre su algodonado follaje. 

Claro, ella y su persuasivo placer: siempre haciendo de lo inocente—la pintura—un crimen de guerra, de sangre y de color. Ese era todo su placer.

Y aquel día estaba dibujando un autorretrato.

Sus mejillas—las reales, relajadas en pleno acto y manchadas de azul, o de rojo, o de amarillo; y las de la pintura emergiendo sobre la nada—, ¿cómo describirlas, si siempre son del color que se multiplica durante su composición? De un color que está ausente en la paleta y en los pigmentos. Sí, si las mejillas son rojas, o rosas, o coquetas si estás ascendiéndolas; o marrones, o grises, o sombras si estás huyendo de ellas; si son de color puro gradiente y con cada gesto, mutan y ya son otras.

Sus pestañas—o el universo completo de pestañas—son relámpagos porque son tal como deben ser dibujadas: con el descaro de un pincel que se sabe fugaz e intrépido, y gira radicalmente en el mismo instante en que entra en contacto con la obra; y desde allí sale disparado hacia un horizonte que está fuera de la superficie del material. Son truenos; y sin ellos los ojos se vuelven desérticos. 

Su pelo era negro, cayendo en infinitos caminos sobre su rostro en todas las direcciones posibles, rozando la cúspide de sus hombros; hombros que son esferas de seda y que daban paso a sus brazos, a sus muñecas y a sus manos; éstas, a su vez, dando origen a los dedos que sostenían el pincel con los que se recreaba y con los que se manchaba todo el cuerpo. La pintura viajaba de la paleta al lienzo, y de allí a sus pechos, repitiendo este viaje cada vez que recogía la tiranta que los iban desnudando, durante cada trazo, subiendo y bajando, sus pechos, ella, el escote y sus tirantas: en la realidad, pintados por accidente; en la obra, escribiéndose con precisión en la silueta.

Con una mano sujetaba un pincel y en su boca agarraba otro que intercambiaba para los trazos más finos. En la pintura, los labios eran la expresión máxima de la feminidad, o así lo creía: allí, donde los arcos de Cupido se erigen como un monumento entre dos colinas, también son atraídos hacia su encuentro sobre una meseta que alzan un segundo monumento, y éste quiere subir sobre sí, como dos puentes que surcarán el camino entre sus dos extremos—el de la boca y el de la nariz—. Y durante ese encuentro, que va desde el interior de la boca hacia la nariz, los labios dibujan un volumen de brillos y sombras de una belleza trigonométrica inigualable; dando rigor, expresión y gesto a las muecas, a la sonrisa y a la cavidad del filtrum labial. Ese conjunto, y no otro, era la parte más bella de todo el cuerpo humano. Mientras que el corazón late una vez por segundo, por cada cinco ese surco es recorrido hacia arriba y hacia abajo con gran eficiencia por el aire que respiramos, permitiendo que el corazón no se detenga. Y así estaba ocurriendo: cinco segundos—inspiraba y espiraba—y sus pechos bailaban libres, recogiéndose o subiendo, y extendiéndose o bajando, sin dejar de sobresalir por los laterales de su peto, danzando al ritmo de sus trazos y su ejecución. Y en ese vaivén de la vida y del trazo, sus pezones se sensibilizaban, recordándole que tenía que volver a subirse la tiranta; y en otro lugar y en otro vaivén, ella se estimulaba los labios jugando con el pincel que sostenía en su boca, girándolo y erogenizándolos con la lengua, permitiendo respirar a sus grietas labiales con saliva renovada. Esas grietas son la vida y muerte de los labios y son necesarias para percibir que, en el realismo pictórico, también hay vida y muerte.

Bajando ya del cuello, el pecho era como visitar el Polo Norte y colocar en su océano una boya para hacer de ese polo bandera y conquista; y desde su norte, núcleo del pezón, inventar toda una geodesia y un continente sobre los que vislumbrar América, Asia y Europa. Y en cada una de sus líneas geodésicas existe y existirá una perspectiva única: misma esfera, distinta curva capaz de asesinar a cualquier hombre—o mujer, ¿verdad?

A través del canal de su pecho descendían ríos de gotas, fluyendo caudal abajo y formando sobre su vientre un mosaico de barro similar a la geometría de Voronoi; esa que también se forma en la naturaleza y en los campos, y que revelan que el sol también agrieta a la lluvia, haciendo del sudor el nacimiento de la navegación de la figura abdominal—de barro, de sudor o de color.

Sobre el mosaico anterior ocurría la profundidad de su ombligo, siendo un torbellino sin sentido, porque su destino, el de aquellas gotas, siempre seguiría descendiendo, sin detenerse, paralelo a su peto, que estaba totalmente desabrochado hasta las bragas. Ya hacia la curva de su pelvis, por encima o por debajo de su ropa interior, los ríos divergían hacia el centro y hacia sus extremos: sobre su sexo y sobre el contorno de sus caderas. Por allá, debajo, su entrepierna se plegaba hacia el interior de una elipse en vertical, como dos cortinas recogidas en sus extremos y que apenas dejaban pasar la luz del exterior entre sus faldas. Arriba de la elipse lucía un símbolo que invitaba al placer y que conjugaba todas las sombras en torno a él. En el interior de las faldas también estaba ella, entre dos abismos que no terminan pero que se intuyen, y que estar, están ahí, donde las gotas detienen su recorrido para refugiar el sexo femenino debajo del techo del clitoris. Muy cerca, pero separados por la siempre brecha entre dos abismos, emergían otros dos mundos, como si la realidad los tornase en dos relatos que evitarían encontrarse: uno omitido y el otro continuando y ahora levitando el exterior del omitido, dando paso a los muslos aunque, antes de iniciar sus trepidantes caídas, quedaba culminada la curva abdominal como remata el mango al pincel cuando éste abraza las cerdas para otorgarle identidad. Y caen; caen aquellas gotas para encontrarse con la parte más compleja del realismo: los pies; siendo una odisea localizarte en ellos con trazos porque no hay dos iguales.

El color viene después y ella se diluye y se pierde durante cada composición. Y no, no creas todo lo que digo sobre el color porque ella no está representada en él ni en el lienzo, así que no pretendas encontrarla en ellos, sino en la otra: la artista, ella, la que interpreta y erotiza un proceso artístico mediante la feminidad. 

—Desde tus labios hasta tu corazón; unos erógenos y otros debajo; o unos arriba y otros latiendo. Vale, ya sin ambigüedades: ambos laten y ambos son erógenos—decía ella—porque si describiese cada trazo, o la historia de cada parte, su técnica o sus palabras, descubrirías que lo que tú describes con "parecer perdida" es mí fascinación por ser y estar dentro de la pintura.

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