El fuerte viento de aquellos días le había hecho sentir muy vivo. Era una sensación extraña pero fortificante, algo que le llevaba a hacerse preguntas existenciales. Su vivacidad y energía no se debían al viento, sería absurdo, sino a la sensación de placer que estaba experimentando por cada nimio detalle al que se exponia. Todo tenía un matiz emotivo, placentero o, en los casos más extraños, ambivalente.
— Entonces, ¿era así como se sentía una persona en su día a día? ¡Qué afortunados!—se decía a solas en lo alto de una colina repleta de una plantación de girasoles. No había vida humana a kilómetros. Sólo él, sus pensamientos y sus sensaciones. Sí, sensaciones.
Llevaba tantos años sintiéndose tan apagado que ahora todo le resultaba tan impactante como lo es exponerse a un colorido lienzo de un artista obsesionado por el detalle.
— ¿Y ésta emoción? Yo diría que es felicidad—pero, ¿cómo saberlo a ciencia cierta? Es como decir que el primer cuadro que ves de un artista es tu favorito cuando podría ser el que menos te gusta.
Miró el reloj. Era hora de volver antes de que se hiciera de noche y no encontrase el camino de vuelta. Y volvió a sentirlo. Ahora era una sensación que si hubiera que definirla con una palabra sería la de aventurarse.
Volvió a mirar el reloj.
— Sólo cinco minutos más.
Una ráfaga de viento de unos veinte kilómetros por hora le sacudió el cabello. No quería irse no fuera a olvidarse de nuevo de lo que es sentirse vivo. Sentirse humano.