El placer era ella: ausente, sola, perdida o encontrada; sin sujetador y apenas cubierta por un peto vaquero corto dispuesto a ensuciarse con su deseo. Sí, el placer era ella; arqueada, semidesnuda, entregada a sus trazos y deslizando las cerdas del pincel sobre una superficie blanca, sin historia, pero con destino y color. El placer era suyo y por la firmeza de transformar un lienzo, virgen y expuesto, en la erotización de palabras que desfilarían sobre su algodonado follaje. Claro, ella y su persuasivo placer: siempre haciendo de lo inocente—la pintura—un crimen de guerra, de sangre y de color. Ese era todo su placer. Y aquel día estaba dibujando un autorretrato. Sus mejillas—las reales, relajadas en pleno acto y manchadas de azul, o de rojo, o de amarillo; y las de la pintura emergiendo sobre la nada—, ¿cómo describirlas, si siempre son del color que se multiplica durante su composición? De un color que está ausente en la paleta y en los pigmentos. Sí, si las mejillas son rojas...
Nota Importante .- Empiezo a entender por qué escribir erotismo es parecer un sociópata que debería estar en la cárcel. Hoy siento ¿respeto? por quienes hacen de este género un modo de vida; yo dudo si continuaré explorándolo porque no es hacia donde me gustaría dirigir mi escritura. Y quiero dejarlo constar en acta antes de que se proceda a la extraña lectura de ésta historia. Ella quiere que describa como una inocente caricia nace desde el epicentro, su sexo, no el mío, para relatar como está escapando de su control, y hacer de ello una excusa perfecta que se enredará y trepará por sus nalgas, con tanta excitación, cielos, con tanta, que irá extendiéndose sobre cada poro de su espalda; porque ella busca ser el beso de cada lunar y todo el camino entre ellos. […] “¡Buf! Quieres que nuestro deseo precipite de lluvia y que éste se vaya desnudando. Que le ponga palabras a tus gemidos, esos que susurras al intentar silenciarlos cuando ya estás contemplando las estrellas. Que diga que tus ...